Estampas Volguenses: Un día, un carro…

Cultura 09/08/2013 . Hora: 12:16 . Lecturas: 0

Ante la proximidad de un nuevo aniversario de la fundación de la Colonia Santa Rosa, la Asociación Amigos desea compartir con las familias, estampas volguenses en formato de cuento, escritas por el Profesor Horacio Agustín Walter.

Esta semana: Un día, un carro…

Nunca supe donde nació mi abuelo. Tampoco supe datos de mi abuela. No he alcanzado a saber si nacieron en Argentina o vinieron de pequeños desde alguna aldea de las colonias del Wolga. Es algo que algún día llegaré a conocer. Pero si sé cómo fue mi abuelo. Cuando es necesario describir a un ser querido, resulta conveniente verlo con el recuerdo de un niño de cinco años, allá por los años cincuenta del siglo pasado, en las colonias alemanas de Coronel Suárez. – Dejalo venir al Pichón. Que me acompañe, Luisa, yo te lo voy a cuidar. – ¿En el carro, todo el día? – contestó mi madre. – Sí. No hay problemas. Va a ser hermoso para él. Está todo bien. Así salimos alrededor de las 9 de la mañana de un día cualquiera del invierno, en el que con mi madre habíamos llegado a la Colonia San José para visitar a los abuelos. Luego del clásico desayuno con un gran tazón de café con leche, pan ruso con manteca y miel, mi madre me puso una gorra, una bufanda de lana tejida por la abuela y me despidió con un beso. Salimos en el carro. – Subite a mi derecha y si tenés frío te ponés el poncho que hay debajo del asiento. Yo subí al carro, apoyándome con un pie sobre el eje de la rueda, el otro pie en la parte superior de la misma y de un salto estaba sentado en la tabla que en la parte superior del carro aparecía como el asiento. Un amplio cojinillo blanco, cubría la totalidad del mismo, haciendo menos cruel el tiempo del viaje. – ¿Adónde vamos? – le pregunté. – Vamos hasta la Natilde, un poco más allá de Quiñigual, a ver si podemos vender algunas cosas. Son duros estos tiempos... Comenzamos el camino por la calle ancha de la colonia hasta tomar una larga avenida que nacía en Coronel Suárez, uniendo las tres colonias, en dirección a las sierras hacia el sur, hasta Quiñigual y Coronel Pringles. No hablaba mucho. Era un hombre grande, tendría unos 65 años, pero parecía muy gastado por la vida. Había sido dueño de un pequeño campo, y de una hermosa casa, pero la gran depresión del treinta no le dejó nada. Sólo deudas que, a fuerza de trabajo y en silencio, las fue cancelando. Pero ninguna queja. Todo estaba bien. En el carro viajaba altivo, con un negro sombrero de fieltro y el poncho de lana sobre la espalda cayendo las puntas entre sus brazos. Manejaba los dos caballos de tiro con tranquilidad, azuzándolos de tanto en tanto con un suave movimiento vertical de las riendas sobre sus ancas para mantener un trote suave. Había que hacer algunas leguas y si bien teníamos todo el día por delante, su oficio le iba a llevar más tiempo que el necesario. A medida que andábamos, observaba con mayor atención los campos que estaban a ambos lados del camino. Uno de esos había sido el suyo. Cuando lo descubrió, lo hizo sin recelo. – Mirá ese monte. Fijáte en el tanque blanco, sobre una pequeña torre de material. Me gustaría llevarte allí para que veas los pescaditos rojos que un día dejé. Deben estar grandes los cosos esos... – ¿Y porqué no me llevás? – Otro día – fue su respuesta. Luego supe que no podría haber llegado allí sin que volviera el recuerdo de su esfuerzo que para muchos pareció un fracaso. Esa había sido su pequeña chacra. Las deudas para levantar la cosecha lo dejaron sin nada. La cosecha se la llevó la piedra y los sueños los recogieron sus acreedores, que no lo dejaron en paz hasta tener firmada la escritura de transferencia. Con esa firma se transfirieron sus ilusiones, pero no su fuerza. Tenía trece hijos y hacía poco tiempo se había muerto uno de ellos de una enfermedad rara, para la medicina de la colonia, dejando una nuera con dos nietos pequeños. Todos los mayores debieron salir de la casa a ganarse el pan. Las hijas también debieron hacer su parte. Algunas contrajeron matrimonio más rápidamente, una entró en un convento, aunque por poco tiempo. Las otras, más pequeñas trabajaron en las chacras como empleadas o acompañaban a la madre en las tareas de la casa. Anduvimos un largo trecho. De tanto en tanto, entrábamos en algún campo que él conocía a ofrecer sus mercaderías: traía gorras, bombachas de trabajo para los hombres, algunos ponchos, cuchillos, rebenques y lazos de soga trenzada, yerba para los mates de la tarde. Siempre ofrecía algo que los chacareros no conocían: una nueva tijera para la esquila o para cortar las crines de sus caballos, alguna piedra de afilar, o un mazo de barajas para ocupar los tiempos libres. También traía ropa para todos, variedades de vestidos, sombreros y golosinas para los niños, que ya desde lejos hacían su propia fiesta, puesto que conocían el carro y los dos tordillos de tiro que siempre lo acompañaron. En sus últimos viajes comenzó a vender los nuevos cuadernos y lápices de colores, con algunos libros de aprendizaje del idioma castellano. Había un rumor en el ambiente de que se iban a abrir escuelas de campo y todo el mundo tenía la ilusión de un futuro con mayor educación para sus hijos. El se entendía con la gente de un modo simple. Pocas palabras, mostraba lo que vendía, a veces entregaba lo que se compraba y a veces volvía a guardar ordenadamente sus mercaderías debajo de la gran lona que cubría todo su carro. Mientras tanto yo no me cansaba de andar por los alrededores, buscando algún pájaro raro por conocer o corriendo los gatos tendidos al sol. – Venga otro día, Don Juan, que algo de plata vamos a tener... Varias veces escuché lo mismo y entonces me animaba a preguntarle. – ¿Y? ¿Vendiste algo?– Siempre se vende algo y siempre se cobra algo y siempre te quedan debiendo algo. Sus palabras sonaron a resignación. Pero antes de que pudiera reaccionar, me dijo: –Vos no te aflijas. Algo vamos a llevar a casa a la vuelta. Y así fue parte de la tarde. En algunos de los campos nos ofrecían unos mates, acompañados con rebanadas de pan casero con rodajas de jamón o algún fiambre y, a veces, algunos bizcochos caseros o tortas recién fritadas. El me decía que me sirviera lo que gustara, pero él sólo tomaba una pequeña parte como para cumplir respetuosamente con la hospitalidad de quien lo invitaba. A veces un trozo de galleta con carne de cordero, un trago de ginebra o un vaso de vino. Y siempre agradecía con un tono suave de voz y muy pocas palabras. De a poco comencé a comprender su idioma ininteligible, aunque no me animaba a hablarlo. El se comunicaban con el dialecto alemán, ya que tanto los chacareros como sus peones eran descendientes de familias alemanas, pero cuando lo hacía en castellano, lo hacía con una total soltura y conocimiento. – ¿Te gusta el campo, Pichón? ¡Fijáte que es lindo! La gente es callada. Habla lo justo. A mí me quieren porque les traigo lo que necesitan y si no tienen todos los pesos, algo me dan y algo siempre les fío. De ese modo, ellos consiguen lo que quieren y yo tengo una nueva excusa para volver. Cobro y vuelvo a vender. – ¿No pueden salir a comprar por su cuenta al pueblo? – pregunté. – Y...mirá. Si no tienen un carro o un caballo, no. Y el patrón no siempre se los presta. Para esto estoy yo. Así me voy ganando la vida. Algunos peones me dijeron que vuelva, luego de que paguen la quincena: unos quieren unos cuchillos, otro quiere una corralera para vestir mejor. El patrón me pidió unas botas de caña alta para él y un vestido para su mujer. En ese viaje, vamos a tener mejor suerte, pero ahora está todo bien. Mas tarde supe cuál era su oficio. Era un vendedor ambulante, en realidad, un mercachifle. Así lo llamaban a Don Juan. Iba por los campos vendiendo mercaderías que la gente no podía comprar sin tener que viajar a las Colonias o a Coronel Suárez. El les aliviaba el trabajo y de ese modo se ganaba la vida. En silencio y con humildad. Ya era casi de noche cuando me dijo: – Vamos a apurar el paso para ver si llegamos a La Natilde. Allí vive tu tía Aurelia y te vas a encontrar con tus primos. Y así fue. Casi al atardecer entramos en la chacra y de lejos vi a mis tíos salir a recibirnos. El abuelo, todavía mantenía su agilidad al subir y bajar del carro tantas veces como fuera necesario a lo largo del día. Sus zapatones anchos y unas gruesas medias de lana le mantenían calientes los pies. Un pantalón de paño con un grueso cinturón de cuero y una hebilla hermosa de plata, recuerdo de su vida de chacarero, se combinaban con un amplio sacón, abotonado por delante, también de paño oscuro, que abrigaban su cuerpo, en el que lucía con orgullo un pañuelo rojo atado alrededor de su cuello, sobre una gastada camisa y un abrigado tejido de lana, hechura típica de la abuela. – ¡Hola Relia y José! ¡Tanto tiempo! Así los saludaba con un beso cariñoso, preguntando rápidamente por los nietos: – ¿Dónde están María, el Lito y el Joseie? A esa hora los nietos encerraban los terneros para el ordeñe del día siguiente. Nos quedamos esa noche a cenar y a dormir en. La tía Aurelia preparó la cena consistente en unos “kleiss” acompañados con una salsa de crema con pan y cebolla saltada y algo de chorizo y jamón. El abuelo fue quien realizó la bendición de la comida, dando inicio a un acto tan formal como cotidiano, importante y simple a la vez, en el que, mientras los mayores conversaban sobre sus cosas con la calidez de la familia, los primos producíamos el murmullo, con nuestras risas y nuestras voces, propios de niños inquietos. Al final, un té caliente con azúcar y limón, compartido en una gran taza, fue la señal para retirarse a descansar. Antes de dormir y mientras el abuelo me arropaba las frazadas, le pregunté: – Abuelo, ¿De dónde sacaste ese idioma que me cuesta mucho comprender? – Es una larga historia, Pichón, pero es muy triste. En otro viaje te la contaré. Lo único que te digo ahora, es que todos los que hablamos así, vinimos de muy lejos. De otras tierras, con otra gente y distintas costumbres. Nos dolió mucho llegar hasta aquí. Pero hoy, a pesar de todo lo que sucede, estamos bien. Hemos encontrado un lugar donde se trabaja en forma tranquila y se puede llegar a vivir mejor. A veces las cosas no salen como uno quiere, pero hay que ver siempre lo más importante: mis hijos son todos muy trabajadores y respetuosos. No han podido ir a la escuela. Trabajan en los campos, pero tienen buen corazón. Y siempre sueño – junto a tu abuela María – que alguno de mis nietos llegará a ser una persona preparada con mucha cultura y educación. ¡Como me gustaría disfrutar ese momento! Creo que me dormí muy pronto. Al día siguiente regresamos en el carro, con el mismo ritual de subir y bajar, hablar, vender y cobrar, mientras yo correteaba por los alrededores. A la vuelta, el abuelo se animó a darme las riendas para hacer andar los caballos, imitándolo con la tosquedad propia de los niños. Los caballos por su parte, andaban a su ritmo, sin saber que en el carro, habíamos cambiado de mano. Al llegar a casa, muy cercana ya la noche, salieron a recibirnos mi abuela y mi madre. Ambas esperaban con mucho deseo ese momento. La madre esperaba al hijo. La abuela al esposo trabajador, con la expectativa de poner algo adicional a la hora de la cena. No pudo ser. Las ganancias de las ventas apenas si alcanzarían para comprar la ración de alfalfa para los caballos. En esa noche, con una austera cena con sopa de verduras, pan ruso y un pequeño guiso de fideos amasados por la rugosas, aunque tiernas manos de la abuela, crearon el ámbito necesario para escuchar a mi abuelo que, con su franca sonrisa, nos decía: – Mañana voy a ir para el lado del Abra de la Sierras. Veremos si tengo mejor suerte que hoy, pero seguro que algo más voy a vender. Está todo bien. Más tarde, pasado el tiempo, teniendo la misma edad que mi abuelo tenía cuando me llevó ese día en el carro, comprendí algunas cosas con total claridad. Lo que en su momento me pareció resignación, lo interpreté como la firmeza necesaria para luchar la vida con una sonrisa y con un fuerte sentido de la esperanza: desde la total pobreza de su familia junto al Wolga, hasta el sentirse poderoso con su pequeña chacra, o recorrer los polvorientos caminos de la zona, intentando atender necesidades de trabajadores como él, y, como él también, sin dinero. En todo momento estaba su sonrisa del hombre honrado. Con ella, aseguraba a su familia, a sus amigos y a su nieto que todo “estaba bien”.

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